IGORs

jueves, 14 de enero de 2010

NUEVOS INQUILINOS "Gemelos: primer acto" (Segunda entrada)


-Saludos nobles señores, somos humildes campesinos a su servicio- dijo sin levantar la mirada del suelo –mi nombre es Adela. Entren a calentarse al fuego, mi marido Diego se encargará de llevar al establo los caballos y el carro.

Un cuarentón de dos metros y espaldas anchas asomó tras la campesina, Teodosio pasó la brida del caballo a Nuño, la última incorporación de la banda, era el chico para todo, siempre andaba ocupado haciéndole la vida más cómoda a sus compañeros.

-Mi amigo- dijo poniendo la mano sobre el hombro del novato –acompañará a tu esposo y traerá los bultos del carro, ¡Elvira!

-¿Sí?- contestó bajando el arco.

-Trae aquí dentro nuestro botín más valioso y procura que no se escapen por el camino, que te ayude Omar- dijo adelantándose hacia la puerta.

Adela se apartó a un lado para dejarle pasar y fue cogiendo la empapadas pieles de los invitados, cuando terminaron de entrar las puso todas frente al fuego en nueve sillas, que ya estaban preparadas de antemano, para que se secaran.

Al entrar pusieron a Sancho y a su hermana Amelia a un lado de la chimenea, el chaval no paraba de mirar a Omar, un mercenario de las tierras de Oriente, canijo y con grandes brazos. Sus manos sujetaban el otro extremo de la cuerda que aprisionaba sus manos y las de su hermana, en cuanto aflojara cogería a Amelia y saldrían corriendo por la puerta, sólo si llegaban al bosque tendrían alguna oportunidad, pero esa noche no tuvo suerte.

Pasados unos minutos, cuando el grueso del grupo estaba acomodado en el salón con un caldo caliente en las manos, entraron por la puerta Nuño y Diego cargando con dos voluminosos baúles cerrados con grandes candados. Amelia, que no perdía de vista a la campesina esperando que se apiadaran de unos niños y les ayudaran a escapar, pudo ver como se le iluminaba la cara de alegría al ver los pesados bienes de sus captores.

La niña recordó el miedo y la tensión del asalto al castillo de sus padres, los temblores, el pánico a la muerte. Estos campesinos no temían por sus vidas, no veían el peligro que suponía la calaña que había entrado en sus casas.

Fuera, las grises nubes luchaban entre ellas, comenzando a derramarse sobre el campo. Dentro, el tañido de los truenos sonaba todavía lejano.

-Señor- dijo Adela acercándose a Teodosio.

-¿Sí?- contestó sin retirar la vista del fuego.

-Debería ir a explicar la situación a los vecinos y buscarles un alojamiento adecuado, creo que estarían cómodos en la casa grande que hay junto a la iglesia, no vive nadie allí, pero mañana estará preparada.

-Creo que no entiendes la situación, éste es ahora nuestro pueblo, viviréis o moriréis según nos plazca, así que ahora mismo irás a por todos tus vecinos y los traerás aquí- sentenció extendiendo las manos hacia el fuego. –Gilberto, Juan, acompañadla y que no se olvide de nadie, registrad las casas. Quiero tenerlos a todos aquí antes de que escape alguno a pedir ayuda.

-Os aseguro que no es necesario, no deseamos morir, pueden coger lo que quieran y quedarse el tiempo que les plazca, no es necesario traer aquí a todo el pueblo.

-Creo que no he pedido vuestra opinión- contestó llevándose las manos a las orejas para calentarlas.

Adela se giró resignada y salió por la puerta seguida de Gilberto, un buen espadachín carente de mano izquierda por cometer el peor error para un ladrón, dejarse coger, y Juan, un viejo soldado que mató a su capitán por un puñado de monedas, no sin perder un ojo en el proceso. Ambos se unieron a Teodosio en el motín que los salvó del garrote.

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