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jueves, 28 de enero de 2010

NUEVOS INQUILINOS "El Caballero Teutón" (Primera entrada)


Aquí esta mi segundo aporte a la saga Nuevos inquilínos, espero que lo disfruteis:
Nuevos inquilinos: El caballero Teutón

La sala se encontraba en penumbras, presidida por una suerte de trono pétreo, poco ornamentado. Allí una enorme figura con gruesos bigotes y larga melena gris descansaba indolente, su cuerpo se encontraba cubierto por una cota de malla deslustrada por mil usos y encima, un tabardo blanco con una cruz negra completaba la estampa, delatándole como caballero teutón. A la izquierda del trono, se encontraba de pie una figura envuelta en una túnica marrón, sus atavíos denotaban una ocupación eclesiástica, sus manos se encontraban entrecruzadas en las anchas mangas, mientras su rostro se mantenía oculto bajo las sombras de la capucha.

-Aproxímate Elrick- al pronunciar estas palabras, el rostro del caballero que descansaba sobre el trono remarcó unas visibles cicatrices.

Tras esa voz de mando, otra figura emergió de la oscuridad, en completo silencio pese a su robusto aspecto y se detuvo en las penumbras que rodeaban el trono,

-Preséntate- dijo el monje, su voz era rasposa y desagradable.

-Soy Elrick Von Staffen, caballero Halbruder de la orden Teutónica. Me presento humildemente ante usted, Gran Maestre Ludolf Köning- la voz del caballero era grave y dejaba entrever que aquel hombre estaba más acostumbrado a dar órdenes que a recibirlas.

El monje mostró un leve aspaviento bajo su túnica, no haber sido incluido en el saludo no debió agradarle.

-Has servido bien a esta orden durante años- comenzó el gran maestre- no obstante en los últimos meses tú y tu regimiento desaparecisteis- al escuchar estas palabras, Elrick bajó la mirada- comprendo que luchaste hasta el final, pero es de necesidad que nos cuentes el suceso-.

El caballero pareció dudar un momento ante la orden de su superior, se resistía a recordar aquellos aciagos días, pero finalmente comenzó su narración.

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Todo comenzó el día diecisiete de octubre del año de nuestro señor mil trescientos cuarenta y cuatro del calendario gregoriano. Un nutrido grupo de paganos lituanos habían conseguido acceder de algún modo a los bosques occidentales de las tierras teutonas, ignoro cómo lograron esquivar a nuestros ejércitos y guardianes pero así era. Ante la posibilidad de tener que luchar en dos frentes si aquello se consentía, y teniendo al resto de la orden ocupada en la frontera de oriente, eligieron a mi batallón para eliminar la amenaza. El día mentado yo, junto con otros cuarenta Halbruders bien armados y entrenados, partí hacia aquellos oscuros bosques, con Cristo en mi corazón, mi espada en la mano y mis hermanos a mis espaldas sería una empresa sencilla. Libraría los bosques occidentales de aquella corrupta gangrena que amenazaba con carcomer nuestra hegemonía en aquellas tierras paganas.

Durante días cabalgamos, cogíamos provisiones de las aldeas por las que pasábamos, de ese modo podíamos avanzar más rápido portando menos peso, la gran mayoría de los campesinos nos ofrecían de buen grado lo poco que tenían y los pocos que fueron tan poco píos de negar su ayuda a la orden fueron castigados, y obtuvimos igualmente las provisiones por la fuerza. En varias ocasiones nos cruzamos con algunos de nuestros hermanos que marchaban en dirección contraria, unos pocos saludos era todo el reconocimiento que necesitábamos. Sin ningún otro contratiempo destacable el día veintitrés llegamos al linde del extenso bosque donde aquellos herejes se habían asentado. Era una visión grandiosa e intimidante a la vez, se trataba de un bosque inmenso, cuyos límites se perdían en la distancia. Accedimos por uno de sus senderos, conscientes de que nuestras monturas no podrían maniobrar bien en zonas de vegetación más densa, y desde luego aquel bosque era denso, como una de las selvas de las historias del sur.

Las horas transcurrieron, nos manteníamos alerta, sabiendo que pese a ser la flor y nata de la ilustre orden, aquellos salvajes podían con facilidad superarnos en número. Ordené a Olaf, mi segundo al mando, un contundente guerrero proveniente de las tierras escandinavas, que cerrase la comitiva para mayor precaución.

Aquel bosque, más sombrío y ominoso que el vientre de una oscura bestia resultaba perturbador. Pese a ser buena mañana, la luz no penetraba en aquel lugar. No obstante, llevaba la luz del único dios en mi alma, así pues no temí. Para acallar los temblores de mi cuerpo comencé a emitir rezos en silencio al que es uno y trino.

Perdido estaba en mi muda plegaría, cuando oí a uno de mis hombres gritar y caer. Me giré raudo sólo para ver cómo una andada de saetas, flechas y hachas asediaban a mis hombres. Ante una orden mía todos rompieron filas en grupos y cargaron contra nuestros asaltantes. Habían caído sobre nosotros sin previo aviso, eran sigilosos como una vil serpiente. Yo mismo cargué contra aquellos paganos hijos del oscuro, con mi espada en mi diestra y mi martillo en mi zurda di buena cuenta de esos malditos, pero nuestra mayor habilidad y las numerosas bajas que sufrían no parecía intimidarles lo más mínimo. Se lanzaban con furia salvaje, sin temer, poco a poco habían comenzado a emitir extraños cánticos que parecían arengarles, mientras que a mí me perturbaban en lo más hondo de mi ser. Lentamente, persiguiéndoles como pude, me fui alejando del sendero hasta acabar en un amplio claro, cuando emergía a él una jabalina acertó a mi montura en el cuello. Caí aparatosamente al morir mi fiel caballo. Durante un instante, aturdido, fui consciente de que más herejes llegaban al lugar, trayendo consigo a sus perseguidores, mis hermanos de armas, para acabar allí con sus monturas, salvó las de aquellos que ya llegaban desmontados. Algo no marchaba bien, pero en aquel momento lo fundamental era ganar la batalla. Un lituano rubicundo, ataviado únicamente con pieles, un yelmo de cara descubierta y armado con una tosca lanza se aproximaba hacía mí mientras cavilaba. Cuando se disponía a enviarme con mi hacedor actué, veloz y sin aviso previo, aparté con un golpe del martillo la lanza hacía mi izquierda y hundí el filo de mi espada hasta la empuñadura entre las costillas del salvaje. Se quedó laxo, apoyándose contra mí y comenzó a emerger sangre de su boca, había atravesado un pulmón, probablemente también el corazón. Me alcé y de un empellón destrabé mi espada del cuerpo inerte. Envalentonado corrí con mis armas dispuestas para ayudar a mis guerreros. La batalla en el claro fue un asedio constante, aquellos salvajes vestidos con pieles y marcados con tatuajes primitivos no cejaban en su empeño, pero mis hombres y yo éramos superiores en armamento y entrenamiento a nuestros oponentes. Finalmente, tras una larga lucha, el último de aquellos paganos huyó hacía la espesura, siguiendo a varios de sus compañeros.

Por un instante nos mantuvimos en guardia, expectantes, preparados ante otros ataques, pero nada sucedió. Miré a mí alrededor, junto a mí estaban Olaf y otros trece guerreros. A nuestros pies se encontraban los cadáveres de poco más de una decena de mis hombres, en contraste con la ingente cantidad de lituanos difuntos, con un rápido vistazo calculé que debían ser un centenar. Del resto de nuestros hermanos no había rastro alguno.

-Gran batalla- aventuró Olaf.

-Desde luego es una victoria para la fe verdadera, pero no una victoria completa, aún quedan paganos en estos bosques, hemos de encontrarlos- Nadie discutió mis órdenes, todos eran profesionales.- Pero antes debemos dar sepultura a nuestros hermanos y pensar un curso de acción acertado-.

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