IGORs

lunes, 24 de agosto de 2009

NUEVOS INQUILINOS "Pequeños inconvenientes" (Tercera entrada)


Antón saltó sobre la puerta e intentó abrirla con todas sus fuerzas, pero no logró nada.

-¡No nos deje aquí!, por lo menos explíquenos qué es lo que está pasando- suplicó Juana aporreando la pared del edificio.

-No gastaré saliva inútilmente, si siguen vivos y pueden moverse dentro de siete horas, les pondré al corriente de lo ocurrido, o por lo menos les contaré lo que yo sé-. Pudimos oír cómo se alejaba por la nieve mientras maldecía y despotricaba sobre todo lo que le rodeaba.

Seguimos las indicaciones del loco de la bata y nos colocamos cada uno en una esquina del almacén, Antón insistió en esperar abrazado a su hermana, pero ella se negó. Nosotros no nos lo esperábamos, pero ella ya lo sabía, por lo que dijo el doctor supo que era demasiado tarde para ella. Nosotros no lo vimos, pero para tomarle el pulso al oso se quitó el guante, si todo era cierto, no tenía salvación.

A las dos horas empezó a respirar con dificultad, tosía cada dos por tres, pero eso sólo era el primer síntoma que descubrimos nosotros. Llevaba casi hora y media sufriendo un gran dolor que le subía por el brazo, la mano con la que tomó el pulso al oso colgaba inerte sin que pudiera moverla, pero ella aguantó todo lo que pudo.

Fue cuando el dolor terminó de subir el brazo y comenzó a expandirse por el pecho y abdomen cuando no pudo aguantar más, comenzó a gritar como si la desollaran por dentro, a llorar y golpearse el pecho con el brazo izquierdo de impotencia.

Antón salió corriendo hacia su hermana, pero ésta, que le vio aproximarse con el rabillo del ojo cogió un tablón del suelo con el brazo que todavía le respondía y lo interpuso entre ellos.

-O se te ourra aercar a me-. Parecía que la garganta ya estaba afectada, lo que la estaba matando avanzaba muy rápido.

Klaus y yo cogimos un par de tablones y ayudamos a Juana a mantener a su hermano a distancia, era lo único que podíamos hacer por ella. Nos miró con un gesto de inmenso dolor y trató de dedicarnos una sonrisa para agradecernos lo que hacíamos, pero sólo pudo levantar levemente la comisura de los labios.

A las cinco horas yacía en el suelo con algunas convulsiones esporádicas, sin poder mover un solo músculo y con los ojos inundados de dolor e impotencia. Antón se golpeaba la cabeza contra la pared en la esquina opuesta mientras se maldecía por no haber podido hacer nada, aún ahora que yacía casi muerta en el suelo no podía ni acercarse a consolarla, ya que de vez en cuando las convulsiones eran tan violentas que salpicaba sangre por la boca a poco más de dos metros de distancia.

No sabíamos si podía contagiarse también por los fluidos, pero supusimos que sí, así que alejamos a Antón hasta la esquina y le mantuvimos allí. A las seis horas se quedó rígida y no volvió a tener ningún espasmo, aunque parecía muerta sus ojos descubrían lo contrario, ella seguía sufriendo por dentro igual que antes.

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