IGORs

jueves, 22 de julio de 2010

NUEVOS INQUILINOS "El pez más grande" (primera entrada)


El primer día

Silvia se despertó sobresaltada. Durante un largo instante se sintió completamente desorientada, se notaba en tensión, no encontraba ningún punto de anclaje para recordar donde se encontraba, nada familiar. Enseguida se calmó al reconocer un viejo sillón de cuero. Hacía solo dos días que vivía en aquella casa, aún no se había acostumbrado. El timbre sonó, seguramente eso la había despertado. Se puso en pié con cuidado, aún aturdida por la cabezada que había dado en el sofá nuevo. Era realmente cómodo. Se ató la bata que llevaba encima del camisón y se dirigió a la puerta. Al abrirla se encontró con una pareja joven, ella con piel blanca y pelo moreno rizado, el hombre tenía algunos kilos de más y tenía una calva en mitad de la cabeza, le recordó a algún fraile de película. Ambos mostraban unas amplias sonrisas.


-Bienvenida vecina -dijo ella con un tono de voz demasiado jovial para el gusto de Silvia.

-Si… bueno, buenas -comentó, aún algo dormida- ¿queríais algo?

-Solo darte la bienvenida al barrio -comentó el hombre también sonriente, por un momento Silvia tuvo que reprimir una carcajada, le recordaban a un anuncio de dentífrico.

-De acuerdo -comenzó dubitativa, estaba algo cansada, no obstante parecía gente amable y no le vendría mal hacer nuevas amistades-. De acuerdo -repitió sonriendo-, pasad.

-Muchas gracias, vecina -comentó la chica-. Me llamo Isabel y este es mi novio, Diego.

-Un placer, yo me llamo Silvia -abrió la puerta totalmente-. Pasad al salón, perdonad el desorden, pero aún no he terminado de organizarlo todo.

Pasaron y se sentaron: la pareja en el sofá en el que dormitaba Silvia minutos antes, ella en el viejo sillón.

-Bueno… ¿qué te ha traído al barrio, vecina? -comentó Isabel.

-Mi novio, bueno, mi prometido Iván -rectificó ella con un ligero rubor en el rostro-. Se ha dedicado a viajar mucho desde que nos conocemos, por motivos de trabajo, pero ahora que he terminado la carrera va a dejarlo un poco de lado, compró esta casa para los dos.

-Que suertuda -exclamó alegre Isa- ¿De qué trabaja para podérselo permitir?

-Es el encargado jefe de una importante compañía de investigación arqueológica, recibe fondos de varias Universidades -mientras contaba aquello, se notaba en su rostro lo orgullosa que estaba-. Bueno, que contáis de vosotros, vecinos -prefirió reconducir la conversación hacia ellos.

-Bueno -comenzó la joven-, aquí mi marido se dedica al negocio de los seguros -él asintió sonriente-. Yo me dedico a cuidar de nuestros dos hijos: dos diablillos traviesos de cinco y nueve años.

La conversación continuó, intranscendente, la típica amabilidad ante nuevos vecinos: algo de coba y resumen a grandes rasgos de las vidas de cada cual. Poco rato después, se despidieron amablemente.

Durante el resto del día la situación se repitió varias veces con distintos vecinos. En todos aquellos encuentros Silvia trató de ser educada y amable, pese a, en las últimas visitas, estar ya algo harta de tanta interrupción.

Al fin la noche llegó provocando que la calma y quietud dominasen aquella urbanización, poblada por gente demasiado benévola, casi tópicos. En semejante lugar nadie rondaría por la noche. Una frase de su padre le vino a la memoria, la repetía en las ocasiones que ella se quedaba hasta tarde despierta “la gente decente ya está durmiendo a estas horas”. Torció la boca en una sonrisa, aquel recuerdo familiar resultaba agradable en contraste con todas las novedades de la mudanza.

Su calle constaba tan solo de catorce casas –realmente trece, pues una de ellas estaba deshabitada y en fase de reformas tras un incendio, según le comentaron sus vecinos-.

Quizás la urbanización fuese un vergel de tranquilidad y quietud, pero para ella, acostumbrada a vivir en la ciudad, tanto silencio en la enorme casa que ahora le servía de hogar, resultaba casi perturbador. Sin poder evitarlo encendió la luz de la cocina antes de observar su interior y, pese a estar sola, cerró la puerta tras de sí antes de comenzar a preparar la cena. Cuando llegase Iván toda esa inquietud desaparecería, su proximidad siempre le había resultado tranquilizadora.

Mientras metía en el microondas unos macarrones que sobraron de su comida del día anterior, recordó fugazmente como se conocieron. Había sido en su primer curso de Universidad, en una charla sobre civilizaciones antiguas, centrada principalmente en Mesopotamia y Egipto. El encargado de dar la charla, de unos treinta años largos, irradiaba un aura de distinción y calma, parecía imperturbable a la par que sabio, fue un flechazo. Poco después coincidieron en la cafetería del campus, sin duda el destino. Aquel día comenzaron a conversar y el resto es historia. Historia, la carrera que ambos compartían, aunque él siempre había demostrado más conocimiento que sus maestros de Universidad.

Se comió los macarrones templados, con un poco de queso a medio derretir por encima, sin apenas saborearlos, parecía una chiquilla, no podía estar tranquila en aquel enorme caserón.

Poco después, en la cama ya, en su habitación del segundo piso, logró, tras un buen rato de intentarlo, quedarse en duermevela. En ese estado recordó comentarios que le habían hecho sobre la única vecina que no la había visitado, la de enfrente, decían que se trataba de una vieja amargada. “Mañana iré a hacerle una visita” pensó mientras su consciencia viajaba, por fin, a los dominios de Morfeo.

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