IGORs

jueves, 22 de julio de 2010

NUEVOS INQUILINOS "El pez más grande" (tercera entrada)


El tercer día


Lavinia se levantó con pereza, sus viejas articulaciones se quejaron por el esfuerzo. A sus noventa y dos años se conservaba, según su propia opinión, bastante bien. Se detuvo ante el espejo y dejó caer el ligero blusón que la cubría a la hora de dormir. Se vio hermosa. Hacía tiempo que era incapaz de ver lo raquítico y escuálido de su figura; las mil y una arrugas que la hacían parecer una muñeca de cuero maltratada por el tiempo. Una juventud de excesos y coqueteo con lo oculto y extraño la habían hecho parecer una década más anciana. No obstante, debía al ocultismo el que su cuerpo aún funcionase en condiciones, a pesar de su frágil apariencia.


Su olvidadiza mente le recordó, en susurros, lo acaecido el día anterior y sonrió. Esa criaja ya debía haber desaparecido. La muchacha se lo había buscado, pegarla, a ella.


Cumplir su venganza fue tan sencillo como entrar en la casa de la niña, mientras esta se llevaba al maligno duende y su bestia, coger un pelo de la almohada y volver a su hogar; una vez allí no tuvo más que recurrir al “Liver Ivonis”. Un calambrazo de placer recorrió su antiguo cuerpo, “El libro de Eibon”.Siempre que recordaba aquella joya, un frío placer la inundaba.
Aquel libro era uno de los compendios más poderosos de saberes ocultos. Ella misma, poderosa bruja, solo había podido comprender una pequeña parte de los misterios y hechizos que el libro poseía. El ejemplar que ella tenía en su haber era una traducción, cosa obvia, si hacía caso a las leyendas, Eibon era un hiperbóreo, más viejo que la Atlántida.


Algo llamó su atención. Observó, con la frialdad y quietud de una víbora. Enseguida descartó que nada la acechase, pero algo en su interior se removió. Aguzó su fino oído y lo percibió. Un susurro, en la esquina superior derecha de la pared que estaba mirando. Su gesto se torció y miró allí, con tranquilidad. Entonces unas pocas volutas de humo empezaron a emerger de la esquina, un humo oscuro, extraño.


Lavinia se cayó de espaldas, era imposible.


Del humo comenzó a salir una pata, extraña, llena de llagas, un líquido azulado oscuro supuraba de esas heridas; una cabeza, con una mueca de ira y hambre infinitas salió a continuación, sus ojos completamente en blanco, parecía un perro infernal. Entonces comprendió que era aquello, entendió que iba a morir.


Se levantó a toda prisa del suelo corriendo hacia el piso bajo, sabía que no podía huir de aquello, pero no se iba a dejar matar. Usaría el libro, quizá aun pudiese salvarse.


Cuando tenía el primer pie en la escalera sintió un desgarrador latigazo en la corva, le falló la pierna herida y se desplomó por las escaleras.


Apenas era capaz de mover su vapuleado cuerpo, la pierna le dolía horriblemente y el pecho le ardía al respirar. Se arrastró hacia el salón, la caída le debió provocar una brecha en la cabeza porque la sangre comenzaba a cegarla. Consiguió sobrepasar el marco de la puerta.

Un hombre, moreno, algo cano, con una perilla cuidada y bien vestido estaba sentado en la mecedora de Lavinia. En sus manos tenía el libro.




-¡Maldito necio! -bramó la bruja- ¡Has sido tú, joven advenedizo, nos has condenado a los dos, no sabes lo que has traído!


-Un sabueso de Tíndalos -la naturalidad con la que dijo aquellas palabras heló la sangre de Lavinia-. Tú trajiste aquí a un adimensional, un vagabundo, para matar a mi prometida, pensé que sería buena retribución emplear a un sabueso.


Unos jadeos ansiosos sonaron a espaldas de la anciana, el sabueso estaba allí.



-Pero lo he pensado mejor -dijo Iván mientras se levantaba de la mecedora-. Fuera.



Los jadeos desaparecieron.



-¿Quién… quién diablos eres tú? -Lavinia sentía autentico pavor por primera vez en varias décadas, sus ojos desorbitados así lo atestiguaban.



-Yo le enseñé algunos de sus trucos a Houdini -comenzó con aire teatral el hombre-, yo fui consejero de Carlomagno, yo aprendí a jugar al ajedrez con… -estalló en carcajadas-. ¿Sabes?, tengo todo un discurso preparado para estas ocasiones, pero en vista de tus conocimientos me lo voy a saltar. Vayamos al grano -se agachó al lado de la anciana, poniendo ante ella el libro-. Yo escribí este libro.


-Eibon -la voz de la maltrecha mujer fue un susurro al pronunciar aquel nombre, casi sagrado entre los brujos.



-Sí, niñata, sí -se levantó nuevamente-. Tú, una recién nacida para mí, una novata en el mundo de lo oculto…


-Soy una poderosa bruja -la interrupción de Lavinia era fruto de su ego herido, de la frustración, del miedo, casi una rabieta infantil-. Llevo décadas usando poderes oscuros.


-¿Décadas? -Eibon volvió a reírse ante la airada bruja-. Yo llevo casi un millón de años esgrimiendo poderes que no te atreverías a imaginar, bufona. Pensaba ser benévolo, que el sabueso te devorase. No obstante he cambiado de idea. Una recién llegada decide, así por las buenas, intentar acabar con algo que he decidido que ha de pertenecerme, al menos durante unas décadas. Estoy furioso Lavinia, he expulsado al habitante de Tindalos, pero ahora tiene tu olor, volverá. Antes de que eso suceda quiero que sufras, que sufras de verdad, que te arrepientas del día en que pusiste un dedo encima de mi prometida -volvió a agacharse al lado de la anciana.



-¿Qué… Qué haces?


-Tan solo mostrarte los poderes que has intentado controlar, aquellos a los que llamas con tus hechizos -le posó suavemente la mano sobre los ojos.




Silvia canturreaba alegre cuando Iván entró por la puerta.



-¿A dónde has ido, amor? -le preguntó dejando de cantar al instante.


-A comprar el periódico -respondió.



Después de un agradable desayuno de pareja, él abrió el periódico y ella se puso a fregar. En ese momento Silvia vio como un coche de policía paraba frente a la casa de la anciana. La vecina de la casa de al lado estaba allí de pie, lívida, con un teléfono en la mano.



-¿Qué demonios? -murmuró.



-¿Pasa algo? -preguntó Iván.



-No, nada, ahora vengo.


Salió a la calle al tiempo de ver como dos policías sacaban a rastras a la anciana. Una oleada de miedo y repulsión asaltó a Silvia. La vieja se había arrancado los ojos y no dejaba de gritar. Le costó hacer de tripas corazón para quedarse allí y poder entender que gritaba. Al fin entendió sus alaridos “¡Aún los veo, aún los veo!”.



Cuando el coche se marchó, se acercó con paso titubeante a la vecina. Era una de las que la visitaron el primer día, no recordaba su nombre.



-Perdón, ¿Qué ha pasado?


-No lo sé. La oí dar alaridos, vi por fuera de la ventana que no dejaba de gritar y dar vueltas, así que llamé a la policía.



Después de una corta conversación con la vecina, Silvia entró a su casa de nuevo, con el estómago revuelto.



-Tenías razón.



-¿A qué te refieres, Silvia?


-Tan solo era una lunática… si la hubieses visto ahora… bueno, al menos no volverá a molestar a nadie y recibirá la atención que necesita.


Detrás del periódico, Eibon sonrió.



Siempre hay un pez más grande

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